domingo, 25 de octubre de 2009

Propuestas de paz del Papa Benedicto XV (agosto de 1917)

¡A los dirigentes de las naciones en guerra! Desde el principio de nuestro pontificado, entre los horrores que esta espantosa guerra ha traído a Europa, hemos mantenido los siguientes tres propósitos: mantener la más completa imparcialidad hacia todas las partes involucradas, como obliga el Padre universal que ama a todos sus hijos por igual; en segundo lugar, dedicar todos nuestros esfuerzos a hacer todo el bien que pudiéramos, sin distinción de personas ni naciones ni creencias, de acuerdo al mandamiento general del amor y en consideración a la misión espiritual que nos es propia y nos ha sido confiada por Cristo; finalmente, como nuestra misión de paz también requiere, no renunciar a nada que pueda contribuir a acercar el fin de este desastre y para este fin hemos instado a las naciones y a sus líderes que alcancen resoluciones y hagan declaraciones que puedan conducirnos a una paz definitiva y justa. No todo los que hemos hecho con este noble propósito es conocido por el mundo. Pero quienquiera que haya seguido atentamente nuestro proceder durante estos tres últimos trágicos años podrá fácilmente apreciar que hemos permanecido firmemente en nuestra decisión de conservar una absoluta imparcialidad y en nuestros esfuerzos de procurar ayuda, y que hemos implorado repetidamente a las naciones y a sus dirigentes que vuelvan a ser amigos y hermanos. Hacia el final del primer año de la guerra dirigimos las más urgentes advertencias a los pueblos combatientes y a sus líderes y señalamos el camino hacia una paz honorable para todos. Desgraciadamente nuestros llamamientos resonaron pero no fueron escuchados, y durante dos años más la guerra ha devastado penosamente con todos sus horrores en una creciente escala de crueldad, y se ha extendido desde la tierra al mar e incluso al aire. Ha llevado destrucción y muerte a poblaciones indefensas, a aldeas pacíficas y a sus inocentes habitantes. No cabe imaginar cuánto los sufrimientos vividos podrían multiplicarse e intensificarse si estos tres sangrientos años fueran seguidos por más meses o quizás años. ¿Acaso el mundo civilizado ha de convertirse en un amontonamiento de cadáveres? ¿Debe Europa, tan rica en logros y glorias, precipitarse en el abismo y suicidarse, como si hubiera sido presa de una locura universal?

En esta horrible situación y ante la amenaza de gravísimos peligros, debemos una vez más emitir nuestro grito por la paz y renovar nuestro urgente llamamiento a todos a quienes se les ha encomendado el destino de las naciones. No tenemos ningún tipo de motivación política, y las ambiciones y esfuerzos de los países implicados en la guerra no tienen ninguna influencia sobre Nos. Estamos inspirados exclusivamente por la conciencia del más alto deber impuesto por el Padre común de todos los creyentes, por las urgentes plegarias de nuestros hijos que nos imploran que mediemos por la causa de la paz, y finalmente por la voz de la humanidad y de la razón. En este momento no deseamos limitarnos a hacer un llamamiento general como hasta ahora nos han dictado las circunstancias; queremos proceder a hacer propuestas definitivas y viables. Invitamos a los gobernantes de las naciones en guerra a llegar a un acuerdo bajo los siguientes principios, los cuales nos parecen asegurar las bases para una paz justa y duradera. Dejamos a esos gobernantes la tarea de restringirlos o ampliarlos.

Lo primero y más importante es aceptar como punto de partida que el poder moral de la justicia debe reemplazar al poder material de la fuerza. Desde ahí debemos acordar la reducción de los armamentos que debe ser simultánea y proporcionada. Las reglas y garantías que se establezcan en esta materia deben ser, como es normal, acordes con los requerimientos para mantener el orden público en cada Estado. A continuación, una Corte de Arbitraje debe tomar el lugar de las armas. Debe llevar a cabo su misión de mantener la paz de acuerdo con los principios acordados y emplear su fuerza contra cualquier Estado que rechace someter sus conflictos internacionales ente ella o se niegue a aceptar sus decretos. Una vez que la supremacía de la Ley haya sido establecida, todas las restricciones a la comunicación entre naciones deberán cesar, y la verdadera libertad de los mares, que nos pertenecen a todos, será asegurada mediante las medidas adecuadas para suprimir muchas de las causas de conflicto así como para abrir nuevas fuentes de bienestar y progreso.

En cuanto a la cuestión de las compensaciones e indemnizaciones, no vemos otra forma de solucionarla que un acuerdo de principios entre todas las partes renunciando a ellas. La justificación de tal acuerdo se encuentra en los enormes beneficios que supondrán la reducción de armamentos, y también en el hecho de que la prolongación de esta matanza masiva sólo por razones pecuniarias parecería incomprensible. Si hubiera razones en contra o reclamaciones en casos particulares deben ser consideradas de acuerdo a la justicia y equidad.

Un acuerdo de paz, con las incalculables bendiciones que traería, es obviamente imposible sin la mutua restauración de las áreas ahora ocupadas. Así, Bélgica debe ser completamente evacuada por Alemania y debe dársele seguridad de independencia política, militar y económica respecto a cualquier potencia. De la misma forma, el territorio francés debe ser evacuado y las colonias alemanas devueltas por la otras potencias en guerra.

Respecto a las cuestiones territoriales en disputa, por ejemplo entre Italia y Austria o entre Alemania y Francia, tenemos la esperanza de que en consideración a los incalculables beneficios de la paz garantizada por el desarme, las partes en conflicto puedan examinar sus peticiones con un espíritu conciliador mientras, como hemos dicho en otro lugar, las aspiraciones de los pueblos puedan ser juzgadas desde la perspectiva de lo justo y posible, de forma que los intereses particulares sean puestos en armonía con el bienestar general de la gran familia humana.

El mencionado espíritu de equidad y justicia debe prevalecer al considerar otras cuestiones territoriales y políticas, especialmente las referentes a Armenia, los estados balcánicos y aquellos países que una vez formaron el reino de Polonia, las cuales han merecido la simpatía de todas las naciones no sólo por sus nobles tradiciones históricas sino también por sus sufrimientos en la actual guerra.

Tal es lo fundamental de los principios sobre los cuales creemos que debe resucitarse la liga de naciones. Son de una naturaleza que haría imposible que se repitieran guerras similares y asegurarían una solución adecuada a la cuestión económica, la cual tiene fundamentales consecuencias sobre el futuro bienestar de los países en guerra. Presentándolos ante vosotros -vosotros que en esta crucial hora dirigís los destinos de las naciones en guerra- nos inspira la dulce esperanza de que encontrarán vuestro asentimiento, de forma que llegue un rápido fin a este aterrador conflicto que parece cada vez más no ser otra cosa que una masacre sin sentido. En cuanto al resto, el mundo entero reconoce que el honor de las armas ha sido mantenido en ambos lados. Escuchad nuestra plegaria, atended el llamamiento paternal que os hacemos en nombre del Redentor celestial, el Príncipe de la Paz. De vuestra decisión depende la paz y la alegría de innumerables familias, las vidas de miles de hombres jóvenes; en una palabra, la felicidad de las naciones, lo que deja claro cuál es vuestro más urgente y alto deber. Que Dios guíe vuestras decisiones para cumplir su sagrada voluntad. Dios os conceda que con el entusiasmado apoyo de vuestros contemporáneos, las generaciones venideras os den gloriosas alabanzas por haber devuelto la paz al mundo.

Unido en oración y penitencia con todas las almas piadosas que están anhelando la paz, ruego al Espíritu Santo que os traiga la iluminación y la sabiduría.

Dado en El Vaticano, a 1 de Agosto de 1917.

Traducido del libro consultado en Google books "The General Staff and Its Problems" escrito por Erich Ludendorff y publicado en 1920.