lunes, 3 de enero de 2011

Tengo hambre, tengo frío

París de noche; un Dyane 6 (o similar) aparca con un chirrido. Bajan dos chicas, una bajita de melenita morena a medio cuello y rasgos aniñados, otra alta, de pelo corto y rasgos algo más duros. Por un momento se quedan en la calzada desconcertadas ante la gran ciudad. Van caminando y el mismo coche las alcanza junto a un paso de peatones; el conductor se inclina hacia la ventana de la derecha: yo me tengo que ir, dice, tomad mis llaves. Enseguida las dos chicas aparecen en el pasillo de un edificio de viviendas. Se paran frente a una puerta. La llave que les ha dado ese hombre (¿Quién las ha traído hasta París?) abre con dificultad la puerta a una habitación abuhardillada: una ventana de dos hojas hacia un patio interior, una televisión pequeña sobre una banqueta, un sofá con gruesos asientos que parecen de escay con una manta arrugada. Las dos chicas (la alta con una maleta negra entre los brazos) se plantan en el centro.

— ¿Qué hacemos ahora? —pregunta la pequeñita.
— Dormir —contesta la alta, que deja la maleta junto a la pared y se sienta en el sofá.
— Dame un cigarrillo —la morenita, mientras se sienta al lado de su amiga. Ésta saca de una caja de Marlboro, junto con un mechero barato, el último que queda; la otra se lo lleva a los labios; la alta le da fuego y luego guarda el mechero en la caja vacía y ésta en el bolsillo de su abrigo. La pequeña, mientras tanto, ha dado dos caladas breves, espirando el humo casi de inmediato; luego le pasa el cigarro a la alta que, con lo ojos muy abiertos, da idénticas caladas. Se repite el rito alternamente, el pitillo que pasa de una a otra muchacha; y hablan:

— Vamos a dormir —dice la bajita.
— Tengo frío, tengo hambre —salmodia la alta.
— ¿Qué ocurrirá cuando vean que nos hemos ido?
— ¿Cuántos años tienes?
— Dieciocho dentro de tres meses, ¿y tú?
— Dieciocho dentro de tres meses.
— Lo conseguiremos ¬—la melenita.
— Allí era insoportable.
— ¿En Bruselas?
— Sí.
— ¿París es bonito?
— Pronto lo veremos.
— Vamos a dormir — de nuevo insiste la bajita.
— De acuerdo — contesta la alta y se echa hacia atrás hasta tenderse. Su amiga se arrebuja a su lado, todavía con el cigarro encendido en la mano, mientras la otra apaga la luz. Antes de dormirse, ya a oscuras, una dice “tengo frío” y la otra “tengo hambre”.

Ha amanecido, luminosidad brillante en la ventana, y las dos chicas se alzan a la vez.
— Tengo hambre —dice la bajita.
— Yo también —corrobora la alta. — ¿Tienes algo de dinero?
— Treinta y cinco francos con cincuenta—cuenta la morenita tras ponerse de pie y haber rebuscado en todos los bolsillos. — ¿Y tú?
— Setenta y dos.
— Vamos a comer — y la bajita va caminando directamente hacia la puerta del apartamento, pero la detiene la más alta
— Primero tenemos que maquillarnos para parecer mayores.
— Sí —dice la melenita y saca sobre la marcha un lápiz de ojos y ahí mismo empieza a pintarse; luego se lo pasa a la amiga que hace lo mismo.
— Me quiero enamorar.
— Yo también. — coincide la alta. —Vámonos. Y salen del apartamento.

Las dos se asoman ansiosas a la barra de un bar. Dos refrescos, dos panes, dos cafés con leche, piden, y se sientan a una pequeña mesa de mármol. Enseguida un camarero les sirve y ellas devoran sin pausa, tanto que casi nada más irse el camarero ya han acabado. Todavía tengo hambre, dice la bajita y la otra confirma. De vuelta a la barra: lo mismo, por favor. Y se repite la escena del camarero sirviéndoles y ellas devorando, aunque esta vez la alta parece ya saciarse, pues no se acaba su trozo de pan, sino que se levanta, va hasta la ventanilla de la estanquera que está en el bar y le compra una cajetilla de Marlboro. Luego, con el cigarrillo encendido, vuelve hacia la mesa y se apoya en el respaldo, por detrás de la de melenita morena. Ambas ven pasar a un chico: es guapo, dice la alta, así, así, opina la bajita, mientras coge el cigarro que le otra le pasa. Vayámonos sin pagar, propone la alta; me da miedo, contesta la morenita; entonces, sal tú la primera. Y la bajita, sin volverse, le devuelve el cigarrillo, se levanta, camina rápida hacia la puerta de salida, la abre y sale a la calle. La otra la sigue más lentamente, con el abrigo colgando a la espalda, como si paseara; pero en cuanto abre la puerta, echa a correr hasta reunirse con su amiga, parada frente a un escaparate de una tienda de alimentos.

— Venga vámonos.
— ¿Y ahora? ¿Buscamos un trabajo?
— Nada de trabajos — contesta la alta. Y se van y caminan, caminan, caminan; recorren París sin descanso, han pasado ya varias horas.
— Tengo hambre — dice la de la melenita y tira de un brazo de su amiga hasta una vitrina. — Un bocadillo grande. Y le dan una baguette que empieza a comer ante la mirada sonriente de su amiga.
— Vámonos. Y siguen caminando, caminando, caminando; recorriendo París sin descanso. Ya ha anochecido.
— No nos enamoraremos así — dice la alta.
— ¿Cómo entonces?
— Tenemos que esperar.
— Esperemos, pues.
— ¿Has estado enamorada?
— Un poco — contesta la bajita. Y en eso aparecen dos chicos que se les ponen detrás. Ellas, sin mediar palabra, se dan la vuelta y cada una le da una bofetada al que tiene más a mano.
— Gran comienzo— dice la alta, mientras coge del brazo a su amiga y cruza con ella la calle, alejándose de los sorprendidos muchachos.
— Tengo frío — se queja la morenita un rato después (siguen caminando por las desiertas y oscuras calles parisinas).
— No importa — contesta la alta.
— Tengo hambre — vuelve a protestar la pequeña.
— No importa.
— Dame un cigarrillo.
— Toma —la alta se lo da, se lo enciende, y siguen caminando.
— ¿Cuándo estuviste enamorada?
— El año pasado.
— ¿Acabó?
— Sí, me besaba y me mordía. ¿Y el tuyo?
— El mío me dejó
— ¿Por qué?
— Por otra chica.
— ¿Cómo te besaba?
— Hacía que mi corazón se desbocara.
— Muéstrame cómo te besaba — le dice la alta a la bajita, y ésta la sujeta por los brazos, la apoya contra el capó de un coche y se pega su boca a la de la otra, para acabar con un el ruido chasqueante de un beso mal dado.
— Ha hecho que mi corazón se desbocara — dice la alta con un suspiro.
— Ahora muéstrame tú cómo te mordía el tuyo. — Y entonces la alta, también sujetándola de los brazos, la empuja contra la pared e inclina la cabeza sobre su cuello, hasta que la morenita lanza un ay de queja dolorosa.
— Ya veo por qué acabó — dice, y añade: — Tengo hambre.
— Vamos — contesta la alta y vuelven a ponerse a caminar.



— ¿Tienes algo de dinero?
— Nada.
— Ahora la vida comienza.
— ¿Cómo?
— Encontraremos un trabajo.
— ¿Dónde?
— No lo sé — dice la alta mientras doblan una esquina.
— ¿Qué es lo que sabes hacer? — Al oir la pregunta, la alta, que camina por delante, se detiene y se da la vuelta para mirar a su amiga:
— Coser, escribir, contar, leer y cantar.
— Yo también hago todo eso, pero sólo me gusta cantar.
— Yo canto alto y desafinado.
— Yo canto alto y afinada.
— En ese caso cantaremos — afirma la alta. Y vuelven a ponerse en marcha. — Cantaremos.
— Pero, ¿dónde?
— No lo sé — contesta la alta — ¿Aquí, por ejemplo?
— ¿Aquí? ¿Para nadie? — La calle está vacía.
— ¿No crees que vengan?
— Tengo hambre — insiste con tristeza la bajita.
— Vamos.

Se paran ante las puertas acristaladas de un restaurante. No podemos cantar aquí, dice una, no, aquí no, confirma la otra, en cualquier otro lugar. Siguen andando y llegan a otras puertas acristaladas de otro restaurante. ¿Aquí? Pregunta la bajita. No, aquí no, en cualquier otro sitio. Cruzan un paso de cebra y se topan con un puesto de comidas; la bajita se queda mirando y la alta la empuja, para alejarla; luego otro puesto, la chica está muerta de hambre, un anuncio de pizzas, otra vitrina con comida para llevar ... Por fin llegan a un tercer restaurante. La alta abre la puerta, le sigue su amiga. En cuanto están dentro empiezan a tararear y caminan hasta el centro del comedor, de espaldas a los comensales. No llevan ni un minuto cantando cuando se les acerca un camarero: ya es suficiente, señoritas, por favor ... Y forcejea tirando de ellas hacia la salida, pero las chicas se resisten y siguen con su tarareo. En eso se levanta un tipo de una de las mesas y detiene al camarero: déjelas, nosotros las invitamos a cenar. Las hace sentarse a la mesa en la que estaba con un amigo y les ofrece la carta: escoged lo que queráis. Los ojos de las chicas brillan de felicidad mientras repasan el menú.

Han terminado de cenar. Salen los cuatro del restaurante. Uno de los dos tipos se despide de todos los restantes y se va. Las dos chicas se quedan con el que las había invitado. ¿Venís? Les pregunta él. Sí, contesta la alta. Y enseguida están los tres entrando en un apartamento pequeño y algo desordenado. Las dos chicas, sincronizadas, se sientan en el sofá y se quitan los abrigos. El hombre se sienta enfrente de ellas y les dice que pueden dormir en la cama que está al fondo y que él lo hará en el sofá. Inmediatamente, sin una palabra, las muchachas se dirigen a la cama y, calzadas y vestidas, se acuestan juntas y se cubren con la manta. El hombre se levanta, apaga la luz, y se arrebuja en el sofá. Pasa un rato, todos están en silencio pero despiertos; las dos chicas, boca arriba, y con los ojos muy abiertos. La bajita se levanta y va a la cocina. El hombre habla: me gustaría estar junto a ti. Pues ven, le contesta la alta desde la cama. Se oye crujir el sofá y el hombre se acuesta en el hueco que ha dejado la pequeña, de costado mirando a la chica, a la que pasa un brazo por encima; ella ni se inmuta. Quisiera besarte, le dice. Pues bésame, contesta ella. Y le gira la cabeza hacia él y la besa, mientras le acaricia el pelo. Quisiera amarte, añade él. Entonces, ámame.

Mientras la bajita está en la cocina. Rompe dos huevos en una sartén que ha puesto al fuego y los bate. En un ratito apaga el fuego y derrama una sustancia gelatinosa, casi líquida, en un plato. Se sienta en una silla y empieza a comer a rápidas cucharadas. Entonces se oye un grito de dolor de la otra chica desde el dormitorio. ¿Era tu primera vez? Le pregunta el hombre. Sí, contesta ella, así que ya está hecho. Y se levanta para ponerse al lado de la bajita que ha vuelto. Venga, nos vamos, le dice. Y en plena noche salen del apartamento y vuelven a ponerse a caminar por las calles oscuras y desiertas de París.

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