viernes, 2 de septiembre de 2011

Las fuentes del comportamiento soviético

George F. Kennan, 1947
Parte I

La peculiaridad política del poder soviético tal y como hoy lo conocemos es producto tanto de la ideología como de las circunstancias: ideología heredada por los actuales dirigentes soviéticos del movimiento en el que tuvieron su origen político, y circunstancias de un poder que llevan ejerciendo durante casi tres décadas. Pocas tareas de análisis psicológico hay más difíciles que rastrear la interacción de estos dos factores y el peso relativo de cada una en la conformación de la conducta oficial soviética; debe intentarse, no obstante, si queremos entender ese comportamiento y contrarrestarlo de modo eficaz.

Es difícil resumir el conjunto de conceptos ideológicos con los que los líderes soviéticos llegaron al poder. La ideología marxista, en su proyección en la Rusia comunista, siempre ha estado en una sutil evolución y los principios sobre los que descansa son muchos y complejos. Sin embargo, las características principales del pensamiento comunista, tal como existía en 1916, quizá puedan sintetizarse en los siguientes aspectos: (a) que el factor central en la vida del hombre, el que determina el carácter de la vida pública y la "fisonomía de la sociedad", es el sistema mediante el cual los bienes materiales se producen e intercambian; (b) que el capitalismo es un sistema de producción nefasto que implica inevitablemente la explotación de la clase obrera por la clase de los propietarios del capital y, además, es incapaz de aprovechar adecuadamente los recursos económicos de la sociedad o de distribuir equitativamente los bienes materiales producidos por el trabajo humano; (c) que el capitalismo contiene en sí mismo las semillas de su propia destrucción y que, vista la incapacidad de la clase propietaria para ajustarse a los cambios económicos, el resultado final e inevitable será una transferencia de poder revolucionario de la clase obrera; y (d) que el imperialismo, la fase final del capitalismo, conduce directamente a la guerra y la revolución.

El resto puede resumirse en las propias palabras de Lenin: ".. La desigualdad del desarrollo económico y político es ley inflexible del capitalismo. De ello se deduce que la victoria del socialismo puede suceder originariamente en unos pocos países capitalistas o incluso en uno solo. El proletariado triunfante de ese país, después de expropiar a los capitalistas y organizar la producción socialista, se levantaría contra el restante mundo capitalista, atrayendo hacia sí en dicho proceso a las clases oprimidas de esos otros países". Debe hacerse notar que Lenin no asumía que el capitalismo se derrumbaría por si solo sino que necesitaría un último empujón, el del proletariado revolucionario, que volcara la estructura tambaleante. Pero ese empujón, tarde o temprano, había de producirse inevitablemente.

Durante los cincuenta años previos al estallido de la Revolución, este esquema de pensamiento ejerció gran fascinación entre los miembros del movimiento revolucionario ruso. Frustrados, descontentos, sin esperanza de encontrar cauces de expresión –o demasiado impacientes para buscarlos– dentro de los límites en los que los confinaba el sistema político zarista, pero, al mismo tiempo, carentes de apoyo popular amplio que defendiera su sangrienta revolución como medio de mejoramiento social, estos revolucionarios encontraron en la teoría marxista una racionalización muy conveniente para sus propios deseos instintivos. El marxismo les ofreció una justificación pseudo-científica a su impaciencia, a su negación radical del sistema zarista, a sus ansias de poder y venganza y a su inclinación a tomar atajos para alcanzarlas. Por tanto, no es de extrañar que interiorizaran, como sólidamente verdaderas, las enseñanzas del marxismo-leninismo, pues congeniaban con sus propios impulsos y emociones. No hay por qué dudar de su sinceridad, ya que se trata de un fenómeno tan antiguo como la propia naturaleza humana. Ninguna descripción más apropiada que la escrita por Edward Gibbon en La decadencia y caída del Imperio Romano: "El paso del entusiasmo a la impostura es arriesgado y resbaladizo; el demonio de Sócrates ofrece un memorable ejemplo de cómo un hombre sabio puede engañarse a sí mismo, cómo un hombre sabio puede engañar a otros, cómo la conciencia puede aletargarse en un confuso estado a medias entre la auto-ilusión y el fraude voluntario". Y así, con estas ideas, los miembros del partido bolchevique llegaron al poder.

Ahora bien, durante los años preparatorios la revolución, la atención de estos hombres, como la del propio Marx, se había enfocado no tanto en la forma del futuro socialismo sino en cómo derrocar el poder rival, condición necesaria previa a la introducción de aquél. Por tanto, sus pensamientos en términos positivos sobre los programas que habrían de poner en marcha cuando tomaran el poder, eran en su mayor parte visionarios, nebulosos y poco prácticos. Aparte de la nacionalización de la industria y la expropiación de los grandes capitales privados, no tenían casi nada claro. Qué hacer con los campesinos, quienes según la formulación marxista no se incluían en el proletariado, ha sido siempre un asunto impreciso en la doctrina comunista, y foco de controversias y vacilaciones durante los primeros años de poder.

Las circunstancias del inmediato periodo post-revolucionario –la guerra civil en Rusia y la intervención extranjera, además del hecho evidente de que los comunistas representaban sólo una pequeña minoría del pueblo ruso– obligó necesariamente a establecer una dictadura. El experimento del "comunismo de guerra" y el brusco intento de suprimir la producción y el comercio privados tuvieron desafortunadas consecuencias económicas, generando más rencor contra el régimen revolucionario. Aunque la Nueva Política Económica, que supuso aflojar transitoriamente los esfuerzos en la comunistización de Rusia, alivió algo la miseria económica como era su propósito, también puso en evidencia que el "sector capitalista de la sociedad" seguía preparado para aprovecharse de inmediato de cualquier relajación del gobierno por lo que, si se permitía su existencia, se convertiría en una poderosa oposición al régimen soviético y un serio rival de su influencia en el país. Más o menos lo mismo se pensaba de los campesinos individuales quienes, en su modesta escala, eran también productores privados.

Quizá Lenin, de haber vivido, habría sido capaz de reconciliar estas fuerzas en conflicto en beneficio de la sociedad rusa, aunque esto sea muy cuestionable. Pero Stalin y quienes le acompañaron en la lucha por la sucesión del liderazgo de Lenin, no eran hombres dispuestos a tolerar fuerzas políticas rivales en la esfera de poder que tanto codiciaban. Su inseguridad era demasiado grande; su estilo particular de fanatismo, carente de las tradiciones anglosajonas de compromiso, era demasiado fuerte y celoso para admitir cualquier tipo de alternancia en el poder. Del mundo ruso-asiático del que provenían heredaron un intenso escepticismo en cuanto a las posibilidades de convivencia permanente y pacífica entre fuerzas rivales. Convencidos de la justicia de su propia doctrina, insistieron en que no había otra alternativa que la sumisión o destrucción de cualquier rival. Fuera del partido comunista, la sociedad rusa no podía tener consistencia; no podía haber ninguna forma de actividad colectiva que no estuviese dominada por el Partido; no se podía permitir que ninguna iniciativa espontánea adquiriera vitalidad. La única estructura social tenía que ser la del Partido; todo lo demás quedaría como una masa amorfa.

Dentro del partido se aplicaría el mismo principio. La masa de los miembros del partido podría participar en todos los procedimientos de elección, deliberación, decisión y acción, pero sus movimientos responderían, no a sus voluntades individuales, sino al aliento omnímodo de la dirección del Partido y a la permanente preeminencia de la Palabra, rumiada hasta la saciedad.

Conviene insistir nuevamente en que, en sus conciencias, esos hombres probablemente no buscaban imponer un régimen absolutista para su beneficio. Estaban convencidos sin género de dudas –y es fácil creerlo– que sólo ellos sabían lo que era bueno para la sociedad y que ese bien lo conseguirían una vez que su poder fuera firme e indiscutido. Pero, para conseguir esa seguridad se consideraban dispensados de toda restricción, divina o humana, en los métodos. Y hasta que entendieran que su posición en el poder era lo suficientemente segura, la comodidad y felicidad del pueblo ocupaba un lugar demasiado bajo entre sus prioridades.

Hasta el día de hoy este proceso de consolidación política no ha sido culminado y los hombres del Kremlin siguen empeñados sobre todo en la lucha para asegurar y convertir en absoluto el poder del que se incautaron en noviembre de 1917. En un principio los esfuerzos para asegurarlo se dirigieron contra los elementos de oposición dentro de la sociedad Soviética; pero enseguida también contra el mundo exterior. La ideología, como hemos señalado, les convenció de que el mundo exterior era hostil y que tenían el deber de derrocar los poderes políticos más allá de sus fronteras. La historia y la tradición rusa contribuyeron también a alimentar ese sentimiento. Por último, su propia intransigencia agresiva hacia el resto del mundo produjo la reacción, de modo que se vieron obligados, usando otra frase de Gibbon, a "castigar la contumacia" que ellos mismos habían provocado. Es un privilegio indiscutible de cada hombre convencerse de que el mundo es su enemigo, tesis que se convierte en verdadera, si se reitera con bastante frecuencia hasta convertirla en la base de la conducta.

Debido pues a la forma de pensar de los líderes soviéticos tanto como al carácter de su ideología, a ninguna oposición le pueden reconocer oficialmente algún mérito o justificación. Cualquier oposición sólo puede provenir, en teoría, de las fuerzas hostiles e incorregibles del capitalismo agonizante. Mientras los restos del capitalismo siguieron existiendo en Rusia, fue posible atribuir a un elemento interno parte de la culpa del mantenimiento de un gobierno dictatorial. Pero a medida que iban liquidándose esta justificación se debilitó hasta desaparecer por completo, cuando se declaró oficialmente que el capitalismo había sido definitivamente destruido. Este hecho dio origen a una de las compulsiones básicas del régimen soviético: dado que ya no había capitalismo en Rusia y como no cabía admitir que de las masas liberadas pudiera surgir el deseo espontáneo de oponerse a la autoridad del Kremlin, se hizo necesario recurrir a la amenazas del capitalismo extranjero para justificar la continuidad de la dictadura.

Este discurso data de fechas tempranas En 1924, Stalin defendió específicamente el mantenimiento de los órganos represivos, el ejército y la policía secreta, entre otros, sobre la base de que "mientras exista un cerco capitalista, habrá riesgo de intervención con todas las consecuencias que de ello derivan". De acuerdo con esa teoría, desde ese momento todos los movimientos de oposición interna en Rusia han sido invariablemente atribuidos a agentes de las fuerzas extranjeras reaccionarias y enemigas del poder soviético.

Por idénticos motivos se repite insistentemente la tesis original comunista de un antagonismo básico entre los mundos capitalista y socialista. Resulta claro, a partir de muchos indicios, que este énfasis no se funda en los hechos reales. Éstos se confunden debido a la existencia de un genuino resentimiento extranjero hacia la filosofía y tácticas soviéticas así como a la presencia de grandes centros de poder, en particular el régimen nazi en Alemania y el gobierno japonés de finales de 1930, que ciertamente tenía planes de agresión contra la Unión Soviética. Pero hay amplia evidencia de que la insistencia de Moscú sobre las amenazas a que se enfrenta la sociedad soviética fuera de sus fronteras no se explica tanto en la realidad de antagonismos extranjeros, cuanto en la necesidad de justificar el mantenimiento de la autoridad dictatorial en el país.

Ahora bien, este patrón del poder soviético, a saber, la búsqueda de la autoridad ilimitada en el país, alimentando al mismo tiempo el (medio)mito de la implacable hostilidad extranjera, ha evolucionado para dar forma a la maquinaria real del poder soviético tal y como hoy en día lo conocemos. Los órganos internos de la administración que no sirven para este propósito se degradan y, por el contrario, los departamentos útiles a ese fin se inflan desmedidamente. La seguridad del poder soviético pasó a apoyarse en la disciplina férrea del Partido, en la severidad y omnipresencia de la policía secreta, y en el rígido monopolio económico del Estado. Los órganos de represión, mediante los que los líderes soviéticos pretendieron asegurarse frente a las fuerzas rivales, se convirtieron en gran medida en los amos de aquéllos a quienes tenían que servir. Hoy en día la mayor parte de la estructura del poder soviético está comprometida en la perfección de la dictadura y en mantener la idea de una Rusia en estado de sitio, con el enemigo presionando justo al otro lado de los muros. Y los millones de seres humanos que forman parte de esa estructura de poder defienden a toda costa esta idea porque sin ella serían superfluos.

Tal como están las cosas, los gobernantes no pueden ni soñar en prescindir de los órganos represivos. La búsqueda del poder absoluto, acompañada durante casi tres décadas de una crueldad sin precedentes en los tiempos modernos (en su alcance, por lo menos), ha vuelto a producir internamente, como lo hizo al exterior, su propia reacción. Los excesos del aparato policial han avivado la oposición potencial al régimen de forma mucho mayor y más peligrosa de lo que podría haber sido sin tantos excesos.

Pero menos todavía pueden los líderes soviéticos prescindir de la ficción que justifica su poder dictatorial. Esta ficción ha sido canonizado en la filosofía soviética gracias a los excesos cometidos en su nombre, y está anclada en la estructura de pensamiento oficial con cadenas mucho mayores que las de la mera ideología.


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